Mucho se ha escrito y se ha
dicho sobre la homosexualidad, persistiendo hoy día las dos
posiciones más comunes ante este fenómeno: la aceptación o el
rechazo.
Cabe señalar que ambas posturas
no alcanzan un punto de consenso, que dé luces sobre el porqué de
un fenómeno tan particular para la sociedad, el cual data desde la
antigüedad hasta el presente.
La aceptación de la
homosexualidad en la sociedad actual representa el camino de menor
resistencia, ante un fenómeno social que no ha podido ser entendido
con la claridad necesaria, mientras el rechazo representa la
fosilización del pensamiento originado, a veces, por el dogmatismo
religioso y los prejuicios que este conlleva.
Los homosexuales no son, como
algunos de ellos mismos suelen definirse, ni un error de Dios ni de
la naturaleza, que encerraron a una mujer en el cuerpo de un hombre o
a un hombre en el cuerpo de una mujer. Ni tampoco son un fenómeno anti natura como los dogmas religiosos quieren hacerlos lucir. Nada
más alejado de la realidad.
Para poder comprender que tal
error no existe, tenemos que echar una mirada hacia el pasado y ver
como se ha desarrollado la relación hombre-mujer a través de la
historia de la Humanidad. Y el primer conflicto en dicha relación,
podríamos decir que se remonta a la muy parcial interpretación que
algunos han hecho sobre el Libro del Génesis 3:6-13 de la Biblia,
que pone sobre los hombros de la mujer la responsabilidad del mal
llamado “pecado original”.
Casi a partir de este punto, la
relación hombre-mujer entró en una fase de competencia y lucha
constante, a ver quién se impone a quién, o cuál de los dos es el
mejor, alejándose de esta manera uno del otro, prevaleciendo así
la rivalidad y las diferencias entre seres que tienen que ser
complementarios.
Ante una crisis que ha amenazado
históricamente la relación hombre-mujer, surgió la necesidad de
traer a escena un tercer sujeto que sirviera de mediador entre ambas
partes en conflicto, y que además hiciera ver a uno y a otro, cómo
piensa, siente y vive cada quien.
Entonces, con su inmensa sabiduría, la naturaleza -o Dios, para quienes prefieran- decidió crear un hombre con una extraordinaria sensibilidad femenina, y una mujer con una, no menos, extraordinaria sensibilidad masculina.
En consecuencia, es menester del
hombre homosexual enseñarles a sus pares heterosexuales cómo
sienten, piensan y actúan las mujeres, en tanto la mujer homosexual,
guía a sus pares, en la manera cómo sienten, piensan y actúan los
hombres, a fin de ir allanando el camino que permita sanar la
relación hombre-mujer.
Y, en la medida que la misión
de vida se vaya cumpliendo, hombres y mujeres -mal denominados
homosexuales- podrán compartir sin limitaciones ni incomodidades con
sus respectivas contra-partes.
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